País raro, Argentina: en los días que transcurren atravesamos una crisis que vuelve recurrentemente cada diez años, los sucesivos gobernantes saben la solución, que no haya déficit fiscal, que hay que vivir con lo nuestro, pero todos siguen gastando con emisión o deuda, hasta que la crisis explota en todos los argentinos, sobre todo en los que menos tienen.
Tanto Alberto Fernández como Mauricio Macri saben que si se juntan a tomar un café, sólo eso, sería un gesto de civilidad que ayudaría a calmar la crisis: pero uno le dice al Wall Street Journal que “el Fondo le presta a un insolvente” (decir eso y que no nos presten, como Guido Di Tella en 1989, que alguien juegue al juego de las diferencias) y Macri toma decisiones unilaterales (es el presidente y debe hacerlo), pero inconsensuadas con quien muy probablemente sea el próximo presidente.
Vivimos en dos países distintos: una Argentina grita “Vamos a volver”, y la otra “No vuelven más”. Cuando uno y otro candidato saben que, una vez en la Presidencia, para cualquier política necesitarán consensos.
Países que sufrieron la inflación, como Colombia, México o Israel, la derrotaron con un accionar conjunto de todos los sectores: Gobierno, empresarios y sindicalistas, moderando sus pretensiones de incrementos de tarifas, precios y salarios y consensuando aumentos descendentes a lo largo de un período de algunos años (de 40 por ciento un año a 30 por ciento el siguiente, luego 20% el año sucesivo y el subsiguiente 10%, hasta llegar a 2% anual).
Ambos candidatos (el que desea ser elegido y el que ganó las PASO) quieren gobernar. Uno de ellos, el 27 de octubre, lo logrará. El problema es que uno demostró que gobernó mal y el otro, probablemente, tampoco va a poder hacerlo, porque no va a tener plata para populismo y porque nadie le va a prestar.
En cualquier país democrático (Uruguay, Chile, por nombrar a algunos de nuestros vecinos, pero la lista podría seguir por cientos de naciones), los días que transcurren entre la elección de un presidente y el momento en que asume transcurre con la normalidad propia de la democracia, sin que su población viva con el Jesús en la boca porque nadie le va a tocar sus ahorros, porque no tienen inflación porque no tienen déficit. Y así, el que gobernaba entrega los atributos del mando al nuevo presidente y se va a su casa. Pero en la Argentina de los dos países irreconciliables, el candidato que es presidente y el candidato que todavía no lo es pero se comporta como si lo fuera, no pueden sentarse ni a tomar un café. El tema es destruir al otro.
De uno se sabe que no pudo gobernar bien, y del otro -quien no tiene un plan-, que comparte fórmula con una expresidenta que dejó emisión monetaria, $ 400 mil millones de déficit, una inflación del 30% y sin AFJP ni reservas en el BCRA para financiar planes y el Fútbol para Todos.
En vez de sentarse, se destruyen. Se empecinan en destruirse uno al otro.
Y así estamos, destruidos.